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Las cosas que estan en el mudo

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Las cosas que estan en el mudo
“LAS COSAS QUE ESTÁN EN EL MUNDO”
 
 Ahora bien, vemos que los “jóvenes” son advertidos no sólo de un modo general, sino que se les hace a continuación otra advertencia particular: se les exhorta a no amar “las cosas que están en el mundo”. Esto puede ser aún más insidioso y sutil que el mundo mismo. Tómese por ejemplo la religión del mundo, de las multitudes, de los grandes, de los nobles, de los sabios, de los eruditos. ¿Qué hombre natural se libra de caer en esta trampa, a menos que sea totalmente profano? Hasta el propio Caín tenía su adoración y su mundo en medio de las tinieblas y a la distancia de Dios. ¿Y no es ésta una muy seductora trampa para muchos creyentes, y una fuerte invitación a que pongan su “fuerza” en ello? Porque muchos cristianos dirían: «Yo no oso amar al mundo; pero aquí se me ofrece una apetecible oportunidad por medio de la cual se me permite hacer muchas más y mejores cosas que en cualquier otra parte, y hasta se me permite hablar, sin importar cuáles puedan ser las circunstancias o las asociaciones.» Pero esto implica compromiso de la verdad. Es, pues, una de las tantas cosas que “están en el mundo”, y que no debemos amar. Lo digo de nuevo: ¿qué puede ser más común que el error de tener un objeto particular que nos atrae, un «hobby» u ocupación predilecta, de la naturaleza que fuere, que no tiene ninguna vinculación auténtica con Cristo? Todas estas cosas se convierten en ídolos, porque, junto con nuestros conocidos deberes y relaciones, es Cristo quien tiene el derecho al amor supremo. Cristo es el objeto que nuestro Padre pone delante de nosotros, y, si nuestro ojo es sencillo respecto de Él, podemos estar seguros de que todo nuestro cuerpo estará lleno de luz (Mateo 6:22-23). Es imposible que un alma sea fiel a Cristo si tiene sus ojos puestos en Cristo y hace de Cristo el objeto de su trabajo y de su camino diario, pero toma aquello que Él no aprueba. Es menester que la Palabra de Dios permanezca en el creyente. Si uno se contenta sólo con emprender lo que le agrada a Cristo, Él seguramente le ayudará. Pero la enceguecedora influencia del mundo no falta, y el celo en el servicio puede transformarse en presunción y dar lugar al predominio de la propia voluntad.
 
Todo verdadero celo nos expone al peligro, y por eso se les formula la advertencia: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo”, seguida por esta otra muy solemne: “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él.” Juan a menudo presenta una cosa según su principio absoluto, sin hacer notar ninguna circunstancia que pueda alterarla. Cuando establece: “Si alguno ama al mundo”, no introduce ningún paliativo. Deja el principio intacto. Y si tus principios y tu camino práctico consisten en amar al mundo, el amor al Padre difícilmente pueda ser una realidad en ti. Pero cuando consideramos a los cristianos en su marcha práctica, vemos a menudo una triste mezcla. Los motivos que operan pueden ser buenos y malos, pero en esta Epístola no se nos presenta ese cuadro. Otras partes de la Palabra de Dios pueden encarar estos aspectos; pero la misión específica que aquí se halla asignada es la de presentar el principio correcto de una manera absoluta, así como también el principio erróneo. Por eso se establece que si uno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Esto es sano y verdadero, por cuanto supone uno u otro principio llevado a cabo.
 
El apóstol a continuación trata las diferencias particulares de los deseos respecto del mundo: “Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne” (la actividad propia del hombre interior) “los deseos de los ojos” (lo que me atrae fuera de mí), junto con la tercera trampa: “ y la vanagloria [el orgullo, la jactancia] de la vida”. Lo cual puede ser tratar de mantener una posición social en el mundo, costumbres y sentimientos que pertenecen al mundo. Tómese, por ejemplo, a un hombre de la nobleza, a un caballero, o a alguien de un rango social mucho mayor que le agradara ser así. Cuando se aman estas cosas, ¿dónde está Cristo? ¿Es posible asumir que Cristo apruebe en sus discípulos el rango natural que uno haya podido adquirir de la manera que fuera? ¿Qué quiso decir el Señor cuando afirmó: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:14)? ¿Es el mundo aquello que el cristiano ha de conservar como una ofrenda agradable a Cristo?
 
Muchos cristianos mantienen así su dignidad, y la ofrecen, como dicen, a Cristo, ¡como si Él fuese a valorarla! ¿Es esto lo que el Señor expresó en las palabras que acabamos de leer, o es acaso la manera en que se condujeron los apóstoles u otros fieles creyentes? Para un corazón sencillo, purificado por la fe, ¿qué es lo que más cala hondo en su vida práctica que la separación del Señor Jesucristo respecto del mundo para el Padre? Y que en muchos cristianos se vea justamente lo contrario, es un hecho demasiado consabido; y esto ha significado siempre un profundo dolor y una pesada carga para aquellos que sienten profunda reverencia por el Nombre y la Palabra del Señor. “La vanagloria de la vida”, en un cristiano, es algo que lo vuelve insensible hacia los demás, y algo aborrecible para el Padre. ¿Qué buscó Cristo? No buscó vanagloria para sí, sino pecadores culpables de toda clase. Él buscó hombres de posición social tanto baja como alta, los cuales eran todos igualmente culpables de sus pecados e insensateces, de su orgullo y de su vanidad, y de tantas cosas vanas que rigen el corazón del hombre. Tampoco Cristo nos conoció sobre la base de estas miserias, sino con el fin de arrancar de raíz toda nuestra vanidad, poniendo sobre ella la sentencia de muerte. ¿Acaso fue alguna de estas «cosas del mundo» pasada por alto en la cruz? Por eso Juan, Su siervo, afirma aquí que ninguna de estas cosas en particular, y menos todas en su conjunto, son del Padre, sino que pertenecen al mundo que le aborreció a Él y a su Hijo. ¿Qué placer puede tener el Padre en cualesquiera de las cosas en las que tanto piensan los hombres, y a las que tan tenazmente se aferran, ya sea por envidia de los demás o procurándolas para sí mismos? En pocas palabras: la vanagloria o el orgullo de la vida, no proviene del Padre, sino -de lo que es aún peor-, proviene de Su enemigo mismo: el mundo.
 
 
 
Pues, ¿qué es el mundo? El mundo es el sistema que Satanás implantó en medio del hombre caído con el fin de borrar la memoria de un paraíso perdido. Y desde entonces ha ido creciendo, embelleciéndose y progresando, a pesar de la terrible catástrofe del diluvio, hasta que se alzó en rebelión contra el Hijo de Dios y lo crucificó. Esto es lo que hizo finalmente el mundo, con sus artes y letras, con su religión y su filosofía. El mundo de entonces estaba conformado por judíos y gentiles. Ambos amaban al mundo, y ambos se unieron para rechazar con la mayor ignominia al “Señor de la gloria”. ¿Puede ser entonces el mundo un objeto de amor para el cristiano? ¿Puede serlo acaso alguna cosa que sea parte integrante de este mundo? ¿Puede serlo acaso alguna cosa de la cual el mundo se jacte y en la cual se complazca? ¿No sería esto traición contra el Padre y el Hijo?
 
 contaminación mundial
 
Pero aquí se insiste en otra característica más que tiene el mundo. El mundo es evanescente, y tiene la sentencia de muerte que Dios puso sobre él. Ha de pasar por completo. El mundo pasa y sus deseos, pues ¿quién podrá conservarlo? No importa si se trata de ricos, de posición social elevada, de placeres, de poder o de cualquier otra cosa que le pertenezca; el asunto es que se reduce a nada (y su orgullo a veces, incluso en la época presente, puede aparecer en un asilo de pobres). No obstante eso, los hombres son devorados por el deseo de ser algo más grande que lo que son, de modo que bajo la superficie yace una infelicidad que el placer no puede desvanecer.
 
 
 
“Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (v. 17). No sólo la Palabra permanece para siempre, sino el que hace la voluntad de Dios. Esto es de mucho mayor importancia que cualquier doctrina deducida por los hombres, que cualquier artículo de fe, como se lo llama. Es sin duda necesario oponerse a lo que es falso y al mal, y nosotros tenemos la obligación de someternos a la Palabra de Dios revelada y a su voluntad. Pero el error se desliza con facilidad en las doctrinas que formulan los mejores hombres, a favor de las cuales muchos hombres contienden, mientras que otros se oponen. Pero aquí se nos dice que el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre. Y esto nadie es capaz de hacerlo sin aferrarse a Cristo y sin amar al Padre. Seguramente “el Hijo permanece para siempre”. El cristiano puede dormir, pero él permanece para siempre. El Señor viene para despertarlo del sueño de la muerte, o para transformarlo ?si entonces sobrevive? conforme a Su gloriosa semejanza, la que se manifestará entonces y para siempre. Pero el cristiano es llamado a reconocer esto como una realidad presente, y para actuar conforme a esta verdad cada día, a fin de no ser arrastrado hacia los contaminantes caminos del mundo, que son considerados muy placenteros, pero que, cada uno de ellos y todos en general, están, por el contrario, cubiertos y llenos de mal y de impiedad.
 
Los que más contaminan en el mundo
 
Las emisiones de dióxido de carbono son la principal preocupación cuando hablamos de contaminación en el mundo. Mientras se hablan de alternativas y de energía limpia, aquí nadie se pone de acuerdo, y cada vez más, las noticias sobre fenómenos atmosféricos se asemejan con el inicio de las películas de catástrofes naturales
La mayoría de dichas emisiones provienen de la generación de electricidad. Si atendemos a las emisiones por habitante, Australia aparece en primer lugar -sus habitantes generan 5 veces más que la media china-, mientras que Estados Unidos queda en segundo lugar con 9 toneladas de CO2 por habitante -16 veces más que lo que contamina un Hindú-.
En cuanto a emisiones totales, la organización Monitoreo del Carbono para la Acción deja claro a quien tenemos que señalar a la hora de buscar a los culpables de la contaminación, gracias alas toneladas de dióxido de carbono emitidas.
 

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